“Nos escondíamos apoyados contra la pared del fondo, cubriéndonos con los restos de una puerta”, dijo Aboud, un anciano que permaneció en el oriente de Alepo durante todo el conflicto. “Uno veía caer las bombas de barril. El fuego y el polvo de la explosión se metían por la puerta”.
Aboud vivía ahí con su esposa enferma, su hijo Mahmoud, su nuera, Manar, y sus nietos, Aboud y Khawla. “No podíamos escapar de ahí, mi esposa no puede andar. Además, ¿a dónde hubiéramos ido?”
En un centro abierto recientemente, en Alepo oriental, Caritas distribuye mantas, artículos para la higiene y pañales.
Khawla, de un año, nació en este infierno. Todos los hospitales fueron destruidos, pero había un médico que operaba en un apartamento. “Tuvimos que sortear los bombardeos. Fue aterrador. El doctor ayudó a mi esposa a dar a luz. No había analgésicos. Sufrió mucho”, dijo Mahmoud.
El barrio estaba controlado por el Frente Al-Nusra, un afiliado de al-Qaeda. Reinaban el hambre y el acoso. Los combatientes repartían unos cuantos trozos de pan al día. Aboud atravesaba la línea de frente para traer alimentos y medicinas. Si se hubiera visto atrapado hubiera significado la muerte. El septuagenario tuvo suerte. Otros no la tuvieron.
Saba encontró el cuerpo vapuleado de su esposo en un coche. Ibrahim perdió a su hijo. “Lo decapitaron. A mí también me golpearon. Uno de ellos sacó un cuchillo, me lo puso en el cuello y gritó ‘Allahu Akbar’ (Alá es grande)”, dijo. Cuando abrió los ojos habían desaparecido, le habían robado su furgoneta.